martes, 17 de junio de 2008

la querella de las investiduras

Querella de las Investiduras

La lucha de las Investiduras, fue un conflicto que enfrentó a papas y reyes cristianos entre 1073 y 1122. La causa de dicho desencuentro era la provisión de beneficios y títulos eclesiásticos.

Se puede resumir como el conflicto que mantuvieron pontífices y emperadores por la autoridad en los nombramientos en la Iglesia.

Origen

En 1073 es elevado a la sede pontificia Gregorio VII. La primera medida que tomó ese mismo año fue dirigida a la prescripción del celibato eclesiástico mediante la prohibición del matrimonio de los sacerdotes (nicolaísmo). La disposición no perseguía tanto la práctica de la virtud de la castidad como el afianzamiento de su política teocrática. De hecho, como luego sucedería con los posteriores decretos sobre la simonía, sólo se publicó en los dominios del emperador, contra quien la lucha por el poder político se libraba sin cuartel. Suponía el papa que el celibato evitaría la descendencia y, con ella, la posible transmisión hereditaria de los derechos feudales, auténtico núcleo de la cuestión. Aunque en principio tales derechos no se trasmitían hereditariamente y requerían de una investidura específica por parte del señor, ésta solía recaer sobre los descendientes del vasallo que no se hubiesen hecho indignos de ella. Finalmente, en muchos de los casos, acabó por reconocerse el derecho de herencia.

Numerosísimos obispos, abades y eclesiásticos en general prestaban vasallaje a sus señores civiles en razón de los feudos adquiridos de ellos. Aunque un clérigo podía ser receptor de un reducto feudal en condiciones paritarias a las de cualquier laico, existían determinados feudos eclesiásticos concebidos para ser regentados por un poseedor de las órdenes sagradas. Siendo territorios de dominio señorial que llevaban aparejados derechos y beneficios feudales, su concesión era realizada por los soberanos seculares mediante el oportuno acto de investidura. El conflicto surgía de la disociación de funciones y atributos que entrañaba tal investidura. Por su propia naturaleza de feudo eclesiástico, el beneficiario debía ser un clérigo; de no serlo, cosa que sucedía de ordinario, el aspirante quedaba investido eclesiásticamente de modo automático por el acto formal de su concesión, de tal manera que el investido recibía simultáneamente los derechos netamente feudales y la consagración religiosa. Según la doctrina de la Iglesia un laico no podía consagrar clérigos, o lo que se tenía por equivalente; no estaba capacitado para otorgar la investidura de un feudo eclesiástico, prerrogativa que se atribuía en exclusiva para sí o para sus legados el sumo pontífice, quien, por otra parte, recelaba que la herencia familiar pudiera substraer a la jerarquía eclesiástica del legítimo ejercicio ad libitum de la investidura de los nuevos feudatarios con merma de sus atribuciones. De ahí la urgencia con que resolvió Gregorio VII la extirpación del matrimonio y el concubinato de los servidores de la Iglesia.

Para reyes y emperadores los feudos eclesiásticos antes que eclesiásticos eran feudos. Los clérigos feudatarios, sin perjuicio de su condición clerical, eran tan vasallos como los demás, obligados en la misma medida para con su señor, comprometidos a subvenirle económica y militarmente en caso de necesidad. Los monarcas no podían permitir que la discrecionalidad legislativa del papa, operativa en todo caso en asuntos puramente religiosos, les despojara de la facultad de investir a los destinatarios de aquellos feudos y de obtener a cambio el provecho inherente a la concesión feudal. Se daba además la circunstancia de que en los dominios del emperador la clerecía feudal era muy numerosa y constituía un grupo ostentador de cargos de confianza en la administración y fundamental para la buena marcha del gobierno de la nación. Privar al emperador de su facultad de investir a los titulares de los feudos eclesiásticos era tanto como hurtarle el derecho de nombrar a sus colaboradores y funcionarios y sustraerle buena parte de sus vasallos, los más leales, sus valedores financieros, los que le sustentaban militarmente. Además, los propios obispos, los abades y los simples clérigos se opusieron al cambio de su situación por el riesgo de pérdida de las condiciones y prerrogativas de que disfrutaban en sus posesiones feudales.

La querella

Al decreto de 1073 sobre el celibato siguieron otros cuatro decretos dictados en 1074 sobre la simonía y las investiduras. Visiblemente las miras de Gregorio VII eran políticas e iban encaminadas a minar la autoridad imperial, pues las disposiciones no se promulgaron en Inglaterra, ni en Francia ni en España. La reacción por parte de las autoridades civiles y de los mismos clérigos afectados fue virulenta, corriendo peligro en muchos casos la integridad personal de los legados vaticanos enviados para publicar y hacer cumplir los edictos del papa. Pero éste no suavizó sus métodos ni rebajó el tono de las amenazas. Muy al contrario, dictó nuevos decretos en 1075 (veintisiete normas compendiadas en los Dictatus papae) que repetían las prohibiciones de los decretos anteriores con mayor severidad en las penas, que alcanzaban a la excomunión para quienes, siendo laicos, entregasen una iglesia o para quienes la recibiesen de aquéllos, aun no mediando pago. Los veintisiete axiomas de los Dictatus papae se resumen en tres conceptos básicos:

  • El papa está por encima no sólo de los fieles, clérigos y obispos, sino de todas la Iglesias locales, regionales y nacionales, y por encima también de todos los concilios.
  • Los príncipes, incluido el emperador están sometidos al papa.
  • La Iglesia romana no ha errado en el pasado ni errará en el futuro.

Estas pretensiones papales le llevarán a un enfrentamiento con el emperador alemán en la llamada Disputa de las Investiduras, que en el fondo no es más que un enfrentamiento entre el poder civil y el eclesiástico sobre la cuestión de a quién compete el dominio del clero.

En efecto, Enrique IV no parecía dispuesto a admitir la menor merma en su autoridad imperial y se comportó con desdeñosa indiferencia hacia las prescripciones pontificias. Siguió invistiendo a obispos para cubrir las sedes vacantes en Alemania y, lo que fue más hiriente para la sensibilidad vaticana: nombró al arzobispo de Milán, cuya población había rechazado al designado por el papa. Gregorio VII recriminó al emperador su insolente actitud, le dirigió un nuevo llamamiento a la obediencia y le amenazó con la excomunión y la deposición. Por respuesta, Enrique IV convocó en Worms, en el año 1076, un sínodo de prelados alemanes que no se cohibieron en manifestaciones de vesánico odio hacia el pontífice de Roma y de abierta oposición a sus planes reformadores. Con el respaldo clerical expresado formalmente en el documento que recogía las conclusiones de la asamblea, en el que se dejaba constancia de desobediencia declarada al papa y se le negaba el reconocimiento como sumo pontífice, el emperador le conminó por escrito a que abandonara su cargo y se dedicara a hacer penitencia por sus pecados, a la vez que le daba traslado del acta del sínodo episcopal. La indignación en Roma superó cualquier límite. El concilio que se estaba celebrando en esas mismas fechas en la ciudad santa dictó orden de excomunión para Enrique IV y todos los intervinientes en el sínodo alemán, a lo que el papa añadió una resolución de dispensa a los súbditos del emperador del juramento de fidelidad prestado, lo declaraba depuesto de su trono imperial hasta que pidiese perdón, y prohibía a cualquiera reconocerlo como rey.

Reactivación de la querella

Al regreso de Enrique a Alemania, los partidarios de su cuñado Rodolfo de Suabia, reunidos en Forchheim, proclamaron nuevo emperador a Rodolfo. Enrique IV quiso poner a prueba al papa y le exigió en tono altanero que excomulgara a Rodolfo de Suabia. Las relaciones se agriaron y el emperador volvió a proceder como ya lo había hecho en ocasión anterior: convocó un concilio de prelados alemanes en Brixen que declaró desposeído de su dignidad pontificia a Gregorio VII y nombró en su lugar al arzobispo de Rávena, investido como Clemente III. La reacción del papa no se hizo esperar, e inmediatamente, en ese año de 1080, por un concilio celebrado en Roma depuso de su cargo imperial a Enrique IV, le fulminó con la excomunión y reconoció como legítimo rey a su cuñado Rodolfo.

Enrique IV se puso al frente de un poderoso ejército y marchó sobre Roma. Instalado en la ciudad santa, reunió en ella un concilio al que fue convocado Gregorio VII, mas éste no acudió, sabedor de que iba a ser juzgado y condenado. Su inasistencia no evitó su excomunión y destronamiento. En su lugar se colocó a Clemente III que se apresuró a coronar a Enrique IV y a su esposa Berta el 31 de marzo de 1084. Gregorio solicitó la ayuda del normando siciliano Roberto Guiscardo, quien puso en marcha sus huestes de aventureros, en su mayoría musulmanes, y las lanzó contra Roma. Enrique abandonó cautamente la ciudad que quedó a merced de aquellas hordas incontroladas. Se produjo un verdadero saqueo, intolerable para el pueblo romano que se sublevó contra los valedores de la autoridad gregoriana. Fue la excusa para una salvaje represión sangrienta en la que sucumbieron millares de ciudadanos y la urbe quedó arruinada. Bajo la protección de semejante vasallo y escoltado por sus milicias musulmanas, Gregorio VII huyó de la Roma devastada y aceptó el asilo que Guiscardo le dispensó en Salerno, donde murió al año siguiente.

Tras un fugaz paso por la sede pontificia de Víctor III, fue designado papa en 1088 Urbano II. En Roma, no obstante, seguía instalado el antipapa Clemente III con sus partidarios. Urbano se propuso desalojar de la ciudad santa a su oponente, para lo que confió en sus vasallos sicilianos. En efecto, con el apoyo del ejército normando pudo abrirse paso hasta Roma en noviembre de 1088, donde hubieron de librarse cruentas batallas entre las tropas del antipapa y las del papa para que éste pudiera por fin acceder a su legítimo trono. Instalado en él buscó la manera de derribar al emperador aglutinando en la poderosa Liga Lombarda las ciudades de Milán, Lodi, Piacenza y Cremona. Urbano II murió en 1099, sin haber podido doblegar a su personal enemigo Enrique IV.

Su sucesor Pascual II ensayó sin resultado similares procedimientos que los empleados por sus antecesores en su pugna con Enrique IV. Éste moría en 1106 dejando en el trono imperial a su hijo Enrique V. La aparente dócil disposición del nuevo emperador hizo creer por un momento Pascual II que tenía al alcance de su mano la ansiada solución a los vetustos problemas que padecía la cristiandad. Pero la quimérica ilusión se desvaneció bien pronto. Enrique V no tardó en clarificar su posición: en el mismo momento en que se vio alzado al trono imperial envió emisarios a Roma para recordar al papa la ancestral prerrogativa del rey germánico de confirmar la elección de los obispos, tomarles juramento de fidelidad y entregarles las credenciales de su autoridad secular, o, dicho de otro modo, su facultad de investir a los prelados en sus feudos eclesiásticos. La lucha volvía a empezar y, como siempre, la excomunión del emperador fue la primera medida tomada en el concilio de Guastalla ese mismo año de 1106.

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